En 1998 Bolivia no era un Estado Plurinacional. En Argentina no había matrimonio igualitario. En Uruguay no se habían restablecido los Consejos de Salarios. Pinochet era senador vitalicio en Chile. El ALCA era inevitable. Gobernaban Menem, Sanguinetti y Fujimori. Las economías crecían y los desempleos también. Las privatizaciones se consolidaban. Las crisis económicas y sociales estaban listas para explotar en todo el continente.
Cuando Chávez ganó sus primeras elecciones, regía el pensamiento único neoliberal y esperar un giro a la izquierda en América Latina era utópico y hasta ridículo. En pocos años llegaron al poder el MAS, el PT, el kirchnerismo y la Revolución Ciudadana. Se escribieron constituciones y se apresaron dictadores. Se nacionalizaron empresas y se frenaron tratados de libre comercio. Se creó el ALBA, ingresó Venezuela al Mercosur, la Cumbre de Mar del Plata mató al ALCA. Un presidente latinoamericano denunció en la Asamblea General de Naciones Unidas al imperialismo de George W. Bush, comenzando su intervención con el hoy mítico “hay olor a azufre”.
Ese presidente era Hugo Chávez. Está claro que Chávez no es dueño de los logros ni responsable de los fracasos del giro a la izquierda de América Latina, pero si fue el primero, el que demostró que la historia podía cambiar de dirección. Gran parte de las cosas que hoy damos por sentadas como política normal y no particularmente progresista son conquistas muy recientes, impensables en 1998.
No se trata de decir que el chavismo es un ejemplo ni una utopía. Más temprano que tarde alguien va a escribir un libro negro del chavismo, y seguramente va a ser grueso, polémico y un gran éxito editorial, pero no voy a ser yo, y no va a ser ahora.
Hubo, por supuesto, violencia en el chavismo. Porque la revolución es violencia. Promover que los excluidos irrumpan en lugares hasta entonces exclusivos es violento. Expropiar propiedades de oligarcas es violento. Revocar licencias de trasmisión de golpistas es violento. Redistribuir es violento. Encerrar torturadores es violento.
Y no se trata de violencias lindas, neutrales y necesarias. Se trata de violencias dolorosas y voluntarias, que no son justificables por ser menos violentas, sino por ser justas. Es que los crímenes de la izquierda son distintos que los del capitalismo. Si a las vidas arruinadas por la libre circulación del capital las arruina una mano invisible y una serie de procesos abstractos e impersonales, las vidas arruinadas por la violencia de la izquierda son arruinadas a propósito. La violencia revolucionaria tiene nombre y apellido, y con ella debemos cargar.
La política es violencia, lo queremos o no, y no se trata de elegir entre la violencia y la no violencia sino entre la violencia espontánea e invisible de las cosas como son y la violencia de las consecuencias de nuestros actos en nuestros intentos de cambiarla. Lo emancipador necesariamente es opresivo para alguien, y quienes decidan actuar deberán hacerse responsables de sus pecados ante la historia, cosa nada fácil en un contexto de radical incertidumbre sobre los resultados de esta acción. El mundo es incierto, las justificaciones falibles y sin embargo debemos actuar.
A veces, se actúa contra o más allá de la ley, las instituciones, la paz y las buenas intenciones. No se trata de denostar estos valores, sino de admitir que si la ley y las instituciones expresan relaciones de poder, la paz es la aceptación de la victoria de algunos y las buenas intenciones a menudo son cómplices, incluso sin quererlo. La violencia es inevitable, y la política es la lucha a través de la cual se decide quien la ejerce.
Los obituarios escritos por simpatizantes de grandes figuras históricas a menudo se dedican a ensalzar sus logros y maquillar sus defectos. En este caso, prefiero abrazar sus defectos, en el entendido que su violencia fue su virtud. En una época en la que acumular poder, resistir golpes, derrotar enemigos, empoderar aliados, narrar épicas y crear organizaciones suena a autoritario y demodée, Chavez lo hizo, y los que fuimos más cobardes y menos poderosos que él se lo debemos.
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